Oct 15, 2007

Uno / Diario literario



Uno

Mi papá es un tipo sereno, pero que puede estallar ante cualquier situación políticamente incorrecta. Mi viejo es incapaz de pensar en hacerle daño a alguien al menos que este alguien lo haya jodido primero. Entonces se activa un mecanismo de venganza muy peligroso, y canónico por cuanto suele ser desproporcionada. La persona que más lo sufre, en vez de ser la víctima, es mi madre.

Recuerdo que una vez mi papá andaba con mi hermano en el carro porque iban a la panadería. Néstor tenía unos catorce años. Un muchacho. Pero aún así yo era menor. Fue él quien me refirió todo lo que pasó después de haberle dado las generalidades a mi mamá, tratando inútilmente de no alarmarla en demasía. Ella es la que más sufre con todo esto, como ya he dicho. Allí en la panadería nos conocen de años. Papá estacionó al lado de la acera y abrió la puerta del carro mirando por el retrovisor. Objects in mirror are closer than they appear, pero el carro estaba lejos. A sesenta kilómetros por hora en una calle del centro, vino y se llevó la puerta de mi papá y la pegó del guardafango. Fueron apenas unos segundos desde que estacionó hasta que mi papá volvió a encender el carro habiendo regresado la puerta de un jalón a su lugar. Me dijo también que nunca había visto a papá correr como lo hizo esa mañana, se derrapaba en las curvas que tomaba, que realmente eran cruces, esquinas. Hasta que vio al malhadado estacionado a su izquierda. Un frenazo escandaloso, reversa y paró al lado del otro carro. Quédate aquí. Se apeó y entró a un club de videos que estaba justo al frente del carro que nos chocó. Preguntó por el dueño de aquel carro y nadie se hizo responsable. Regresó al carro, abrió la maleta y sacó un martillo grande -que nosotros no sabíamos que estaba allí hasta ese día- y le rompió todos los vidrios al carro del poco astuto cobarde que se atrevió a chocarlo e irse a la fuga. Incluso los faros de las luces llevaron varios martillazos para lograr partirlas.

Tiempo después fue que mi papá habló del asunto y nos hizo saber que se sintió con la posibilidad de vengarse de su muerte estando vivo. Y es que si el carro se hubiese demorado un par de segundos en pasar por allí, se hubiese llevado a mi papá junto con la puerta. Casi lo matan. Y en un par de segundos, o menos, el viejo tomó la decisión de vengar lo que pudo haber sido su muerte.




Diario Literario

Caracas, jueves 28 de septiembre de 2006, 11:25 p.m..

Llego a casa después de haberme tomado unas cervezas con los panas de Letras. Como de costumbre, estuvo amena la reunión. Siempre hablamos de literatura y de mujeres, de deportes, de la Escuela, de autores, de cine y de mujeres. Le pedí un diccionario de latín a Miguel para traducir algunas frases que salen en Los detectives salvajes de Roberto Bolaño. Esta tarde estuve traduciendo algunas con dos diccionarios de la Biblioteca Central de la Universidad. En uno de esos diccionarios me topé con una anécdota en torno a la expresión en latín Est, est, est. Literalmente no significa otra cosa que ‘Es, es, es’, pero con una connotación de aprobación. Y es que, según una leyenda medieval, un monje alemán viajaba por Italia precedido por un servidor encargado de probar los vinos de las hosterías donde descansaría el monje. Cuando lo escanciado era bueno, el hombrecito anotaba en la puerta de la hostería la palabra Est. O sea, que era un buen vino el que allí servían. Estuvieron así durante días, descendiendo por la geografía italiana. Ya en Montefiascone, probó el elixir de la moscatel de la comarca y escribió en la puerta: Est, est, est. El obispo llegó allí y bebió tanto que murió. Según el diccionario, su tumba se ve todavía en San Flaviano de Montefiascone con el epitafio que lo condenó a beber hasta morir. Una muerte dulce, supongo.

Hoy en la mañana, cuando se habló de la escritura diaria, automáticamente me imaginé escribiendo en la computadora. Lamentablemente he perdido la costumbre de escribir sobre papel. Cuando lo hacía, hace unos años, la escritura en la computadora era deleznable para mí. Era demasiado artificial como para que me emocionara el hecho de hacerlo un hábito. Pero la verdad es que ahora casi todo lo que escribo lo hago frente al monitor. Tal como Vila-Matas, me avergüenzo un poco de esta nueva costumbre al saber que existen personas que escriben sólo a puño y letra, o como el escritor Paul Auster, que no ha dejado de escribir en su Olympia desde los años setenta, y se horroriza al pensar en el día en que ya no consiga cintas para su máquina.


Caracas, sábado 30 de septiembre de 2006.

No sé qué me pasa. Son las diez de la mañana y me levanté para escribir en mi diario. Hoy tengo que trabajar a las doce y treinta del día, y con que me hubiese levantado a las once de la mañana estaba bien. Pero quería escribir en el diario hoy (si lo dejaba para después del trabajo, no lo haría; estaría cansado). No se debe pensar que soy un perezoso por esto, la verdad es que anoche llegué a casa sólo unos minutos antes de las cinco de la mañana. Estuvimos en casa de una amiga despidiéndola porque se va de la ciudad: Vanessa. Había una fiesta con motivo de su viaje a Maracaibo, no precisamente celebrándolo, era una fiesta de despedida. Se va de Caracas a Maracaibo. Sí, se va de Caracas a Maracaibo. Se acaba de graduar en una carrera muy rara, más rara que Letras, más rara que cualquiera, o mucho más normal que Letras, o mucho más normal que cualquiera, no lo sé: Geoquímica. Cuando uno es estudiante de Letras se tiene que adecuar a inventar posibles oficios cuando la gente pregunta ¿y de qué puedes trabajar cuando te gradúes? Creo que a Vanessa le debe suceder lo mismo. Yo la conocí el día de su cumpleaños porque Ana Lucía me invitó. Eso fue en julio. Vanessa vive lejísimos, es muy adentro en El Hatillo, pero Anita nos llevó. Hay neblina en el jardín lateral de su casa. Un jardín de grama verdecita bien cortada y de más o menos ocho por ocho. En el borde, de noche, parece que hubiese un precipicio. No hay luz que alumbre hacia abajo desde arriba, pero en una esquina del borde del jardín se descubren unas escaleras que descienden a un caney. Cuidando los pasos, bajamos hasta allí. Había un interruptor para la luz pero no servía, así que nos quedamos conversando en la oscuridad que apenas nos permitía distinguir las siluetas de nosotros –las cervezas tomadas no ayudaban mucho tampoco. Cuando la vista se acostumbro un poco a la oscuridad, nos fijamos que más abajo del caney, en lo que antes parecía un precipicio, había muchas matas, árboles; parecía un bosque, pero no se distinguía por la neblina y la oscuridad. Lo que sí se veía eran luciérnagas en demasía. Miguel dijo de unos versos que hablaban de las luciérnagas relacionadas con los sapos. Kuamasí citó unos versos de Borges que hablaban de una luciérnaga. Yo me acordé de una analogía que hace Thomas Mann entre la luciérnaga y el artista. Cuándo es realmente la luciérnaga ella misma: cuando la vemos brillar ante nuestro asombro, o cuando la tenemos apagada y derrotada en el hueco de las manos; cuándo es el artista en sí mismo: cuando está en el escenario, o cuando está detrás de bastidores sin el brillo de su actuación pero accesible para nosotros. Chamo es que Thomas Mann es el hombre, dijo Kuamasí. Claro es Mann, el man, confirmó Miguel. Y de paso con doble ene siguió Kuamasí. Sí, el mann, apoyó Miguel. De esos comentarios sólo se ríe uno estando un poco ebrio; nos reímos. Después subimos y fuimos por otras cervezas.


Caracas, viernes 13 de octubre, después de la enfermedad. 3 p.m.

El miércoles once por la tarde me sentía un poco aquebrantado. Mal humor, dolores musculares y unas ganas enormes de echarme a dormir. Pero tenía clase hasta las ocho y media de la noche y me tuve que aguantar. Entraba a las siete y apenas eran las cinco y media. A esa hora está el grueso de la población estudiantil de Letras, incluso varios tesistas amigos buscando gente para salir por ahí (mañana es feriado), vigilando a las nuevas a ver qué tal. En medio del bullicio que es la Escuela a esa hora les dije que conmigo no contaran ni de vaina. Me fui al baño con la boca llena de saliva como cuando se va a vomitar, pero no lo hice. Al salir, bajé a tomarme un jugo. No subí a la escuela hasta que faltaban pocos minutos para las siete. Me encontré a Mario en el pasillo. Mario es un tipo agradable, pero en aquel momento, más que agradable, me pareció una salvación. Me puse a hablar con el pana sobre su nuevo trabajo, sobre las nuevas, y de que mañana por la tarde iríamos a casa de Miguel. Entré a la clase y tuve oportunidad de leer un par cuentos de Carver del libro que me trajo Alexis de su viaje a España: Catedral. En la tarde le había dicho a Miguel que Alexis me había regalado tal libro, y éste me dijo que a él le había regalado el mismo y que a Mario también. Alex merece un diez por eso. Los cuentos de Carver son como una historia que te cuenta un viejo vecino sobre otro vecino que vivió allí donde tú estás viviendo ahora, y que lo hace con un tono que quiere ser objetivo, como si no hubiera intimado nunca con el vecino que vivía donde ahora vives. La clase en la que estaba, obviamente, no me gusta. Creo que la profesora que la da ya gastó sus últimos cartuchos. Parece que en algún momento de su vida sufrió de algo, o tuvo una pérdida, y no lo ha superado del todo. Eso creo.

Al llegar a casa ese día, el miércoles, arreglé el cuarto lo más rápido que pude y me metí en la cama antes de las nueve a enfermarme. Empecé a sentir frío y escalofrío. Me había tomado unas pastillas de acetaminofén en la Escuela, pero el efecto, si es que lo hubo, había sido muy breve. Pasé la noche con una fiebre no alta pero capaz de producir pensamientos extraños, como grandilocuentes, muy lúcidos y prácticos en medio de la calentura pero descabellados en la remembranza. Son como una suerte de alucinación delirante donde se gestan ideas de absoluto, todos lo hemos vivido. Fue poco lo que dormí. Al día siguiente seguí en el mismo estado. Lo peor era que no podía ni leer; me dolía la vista. En el día traté de recuperar el agua que había perdido yendo durante la noche al baño. Una vez hidratado me sentí un poco mejor. Afortunadamente estaba solo en la casa que comparto con otros estudiantes de la universidad; podía dormir en paz y así curarme de una vez. A eso de las nueve de la mañana me volví a acostar. Comenzó de nuevo la fiebre. Podía discernir los altibajos de la enfermedad por cuanto me dolía la espalda en un momento y en otro casi nada. ¡Qué manera de perder el tiempo! me decía a mí mismo. Se acabó el acetaminofén y comencé a tomar ibuprofeno. Este fue el remedio; después de media hora comencé a perder líquido, pero sudando. Me tomé otra a las dos horas y ya me sentía mucho mejor. Ahora creo que lo que tuve fue dengue, y que el acetaminofén me agravaba.

Daniel Cuevas -(B-612)


2 comments:

Mario Morenza I said...

La escritura diaria, dura y pura, esa cantera de donde se saca material para grandes cosas, más aún cuando el mismo diario lo es, ese hablar con uno mismo sin ser interrumpido. Buena esa, Cuevas

Carlos Eduardo Fuenmayor said...

Muy bueno
lastima deje de escribir un diario al terminar el taller
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UN ABRAZO